lunes, 14 de diciembre de 2009

El viajero... III de III

Pasaron los años, Adán herró y sufrió. Y olvidó. Después de muchas penurias, logró olvidar, desde la belleza de la diosa hasta el terror de la huida. Pero cuando, una noche, se encontró de nuevo en el umbral del templo, tembló.

Se decidió a entrar. Ca mino el jardín con la cabeza gacha, respirando lentamente. Cuando se enfrento a la puerta, dudo. No entró, se acerco a un ventanal y espió el interior. La diosa seguía ahí. En su retablo dorado. Él se apoyo en el muro y se durmió.

Esta vez, él estaba desnudo, pero montado en un alazán. No llevaba equipaje y trotaba por un pantano. El animal bufaba a medida que avanzar se le dificultaba. El barro le llegaba ya casi a la cruz, por lo que Adán tenia la cintura cubierta de barro.

Cuando llegan a la orilla, el caballo cae muerto. A pesar de estar apurado, Adán sepulta al animal. Al dar la ultima palada, la diosa aparece. Adán se arrodilla, llora y trata de besarle los pies a la diosa. Ella se lo impide, se agacha y besa la frente de Adán.

Al amanecer, la sacerdotisa encontró el cadáver de Adán. El cuerpo fue despojado de toda vestimenta, pintado con sangre de cabra y llevado al acantilado. El cuerpo de un mendigo, se decía, no puede ser enterrado. Sólo puede servir de alimento a cormoranes y albatros.

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